La supremacía constitucional es un principio fundamental en cualquier Estado de derecho, y en la Constitución mexicana se encuentra claramente definido. Este precepto se resume en la máxima “nada por arriba, todo por abajo”, que establece a nuestra Constitución como la ley suprema, garantizando así la primacía de los derechos humanos y la justicia. Sin embargo, la reciente reforma impulsada por la Cuarta Transformación ha generado un intenso debate sobre su necesidad y las implicaciones que tiene para la estructura del poder en México.
En primer lugar, es pertinente cuestionar la motivación detrás de esta reforma. El actual gobierno, encabezado por la administración de Claudia Sheinbaum, parece haber optado por una medida que otorga un poder político y de decisión desproporcionado al órgano legislativo. Esta tendencia de fortalecer el papel del Congreso a expensas de los otros poderes —el ejecutivo y el judicial— puede tener consecuencias negativas para el equilibrio de poderes en el país. La función del poder legislativo no debería ser la de imponerse sobre los demás; por el contrario, debe ser un órgano que trabaje en colaboración y en respeto a los límites establecidos por la Constitución.
Es crucial que los ciudadanos y los actores políticos reflexionen sobre el impacto de conceder tal poder al Congreso. Si esta reforma se traduce en la posibilidad de legislar sin un control constitucional riguroso, se abre la puerta a la posibilidad de que se aprueben leyes que pueden no cumplir con principios jurídicos fundamentales ni con la protección de los derechos humanos. ¿Acaso no hemos aprendido, a lo largo de nuestra historia, que la falta de controles y equilibrios puede conducir a abusos de poder y a la erosión de las libertades? Esta reforma podría transformar el proceso legislativo en un ejercicio sin supervisión adecuada, donde la voluntad del legislador prevalezca sobre los derechos de los ciudadanos.
Además, es irónico que, al defender la propuesta, Claudia Sheinbaum y su administración estén contribuyendo, en efecto, a limitar su propia capacidad de decisión política. Al empoderar el órgano legislativo sin las debidas restricciones, se corre el riesgo de que sus decisiones se vean afectadas por la dinámica política y las presiones partidistas, lo que puede llevar a una serie de resultados perjudiciales para la gobernabilidad. La independencia del poder judicial es igualmente esencial para asegurar que las leyes se apliquen de manera justa y equitativa, y no como un mero reflejo de las mayorías legislativas.
Es innegable que México enfrenta desafíos importantes en términos de gobernanza y eficacia institucional. Sin embargo, la solución no radica en modificar el principio de supremacía constitucional, sino en fortalecerlo. La Constitución no solo debe ser un documento que garantice la organización del Estado, sino también un instrumento vivo que proteja a la ciudadanía de abusos y arbitrariedades. La historia ha demostrado que cuando se debilitan las garantías constitucionales, se ponen en riesgo las libertades fundamentales y el bienestar de la sociedad.
Por otro lado, la defensa de esta reforma también nos lleva a cuestionar la retórica del gobierno sobre la justicia social y el bienestar colectivo. Si el objetivo es, como se sostiene, construir un país más justo e igualitario, ¿por qué entonces se opta por un enfoque que socava los cimientos del Estado de derecho? La verdadera transformación debe basarse en el respeto a la ley, la promoción de los derechos humanos y el fortalecimiento de las instituciones, no en la concentración del poder en una sola esfera.
En conclusión, la reforma sobre la supremacía constitucional plantea interrogantes críticos sobre la dirección que está tomando la política en México. Es vital que los ciudadanos y los legisladores se involucren en un debate profundo y reflexivo sobre las implicaciones de otorgar un poder excesivo al Congreso, así como sobre la importancia de mantener los principios fundamentales que rigen nuestra Constitución. La historia de México nos enseña que la defensa del Estado de derecho y los derechos humanos debe ser la prioridad, no la reconfiguración del poder que puede llevarnos a un futuro incierto y lleno de riesgos.